La batalla de Solferino y la Cruz Roja Internacional

La batalla de Solferino y la Cruz Roja Internacional

Era un día caluroso del verano italiano. El lugar, un pueblo del norte de Italia llamado Solferino. La fecha, el 24 de junio de 1859. Ese día, cuarenta mil hombres resultaron muertos o heridos en una de las batallas más sangrientas del siglo XIX. Desde lo alto de una colina, un suizo de 31 años de edad llamado Jean Henri Dunant, contemplaba aquel dantesco espectáculo. Inmediatamente después de que el fuego cesó, este diligente individuo organizó grupos de campesinos y turistas para retirar los heridos que yacían bajo aquel sol abrasador. Envió niños en busca de agua y alimentos y distribuyó luego esponjas, jabón, tabaco y ropa limpia. Vistiendo su traje de dril blanco, atendió personalmente y sin descansar un solo instante, a más de mil hombres durante tres días con sus noches. Su lema era tutti fratelli y quienes lo ayudaban prestaban auxilio a cualquier herido, ya fuera amigo o enemigo. El recuerdo de lo que vio ese día fue su fiel compañero durante tres años y lo que impulsó a escribir e imprimir, en 1982, un pequeño libro (pequeño por su tamaño, 95 páginas, mas no por su contenido), titulado Un recuerdo de Solferino. El mismo Dunant distribuyó su apasionada súplica escrita, esperando que su ruego hiciera posible la creación de instituciones dedicadas a cuidar a los heridos de las guerras ya que estas, como lo comprobamos cotidianamente, son aparentemente inevitables. La respuesta fue inmediata en varios países. Nació en Ginebra el 18 de mayo de 1828, en el seno de una acomodada familia distinguida por su vocación filantrópica y de servicio social. Educado por un maestro privado, Jean Henri se aficionó a los idiomas, la literatura, la etnografía, la arqueología, la historia y la religión de las naciones. Durante su juventud fue miembro activo del movimiento a favor de la unión de los cristianos y los judíos y militó en una sociedad conocida con el nombre de la Liga de la Limosna para ayudar a los pobres. Cooperó también con la organización mundial de las Asociaciones de Jóvenes Cristianos, visitando las cárceles con regalos y palabras de consuelo para los presos. Se dice a menudo que a la par de todo hombre hay una gran mujer que le sirve de inspiración, soporte y guía. Pues bien, en nuestra historia, lo que inspiró a Dunant para llevar a cabo la idea que bullía en su mente, fue el recuerdo de la misión que cumplió Florence Nightingale, aquella inolvidable enfermera, cuyos heroicos servicios a los heridos de la Guerra de Crimea significaban para él un hermoso acto de amor y solidaridad hacia el ser humano. Sobre la guerra de Crimea Se llama así a la guerra cuyo escenario fue la península de Crimea, ubicada en el Mar Negro. Los protagonistas fueron Rusia, Inglaterra, Francia, Turquía y Piamonte. Estos últimos países deseaban tener a Rusia alejada del Mar Mediterráneo, pues esta aspiraba a dominar la vía que une al Mar Negro con el Mar de Mármara, pasando primero por el estrecho del Bósforo y luego por el de los Dardanelos para desembocar, finalmente, en el Mediterráneo. Esto les permitiría a los rusos establecer un papel hegemónico en los Balcanes y, de ser posible, asumir la tutela del Imperio Otomano. Sus oponentes querían proteger su comercio y la influencia que ejercen en otros territorios. El enfrentamiento se llevó a cabo entre los años 1853 y 1856 y finalizó con la ocupación de la ciudad rusa de Sebastopol, lo que obligó a Rusia a solicitar y firmar la paz. Volvamos a Solferino. Lo primero que uno se pregunta es: ¿qué hacía Durant en Solferino, es día, justamente? La historia nos cuenta que andaba en un asunto de negocios para lo cual necesitaba entrevistarse con Napoleón III, a la sazón emperador de los franceses, al mando de las huestes galas en ese momento. Quería solicitarle al sobrino de Napoleón I (Napoleón Bonaparte) concesiones de tierras y agua en Argel (Argelia), primera parada de Francia en la conquista de los territorios africanos. La conquista de Argelia se inició el 4 de julio de 1830, cuando Carlos X envió una considerable fuerza militar al territorio argelino situado sobre la costa africana del Mediterráneo. El dominio francés sobre Argelia se mantuvo hasta 1962, año en que recuperó su independencia (de ahí los franceses pasaron a Túnez, a Marruecos y a los territorios de África occidental, tomando como base la antigua colonia de Senegal). Dunant, por otro lado, se había dedicado a los negocios bancarios, dado que en su familia no aceptaban que el servicio social fuera un trabajo aceptable para un hombre. Con mucho tesón había levantado una floreciente empresa en Argelia. Lo que Dunant jamás esperaba encontrar en Solferino, fue aquella espantosa carnicería que se prolongó por doce horas ante sus horrorizados ojos. Sin embargo, el cansancio no fue impedimento para insistir en la búsqueda del emperador, a quien eventualmente encontró y a quien, olvidando el motivo inicial de su aventura, convenció de que liberara a los médicos austriacos prisioneros a fin de que atendieran a los heridos. De regreso a Ginebra, Dunant sufrió un colapso nervioso y cuando se recuperó empezó a escribir aquel documento, aquel libro que podría haber sido escrito con sangre y cuyas páginas al releerlas, transportaban su mente hasta aquel horrible escenario en el cual los heridos sufrían y morían, en indescriptible agonía, sin recibir la más somera atención. Después de publicarlo pasó cuatro años en constante campaña a través de toda Europa para que se crearan sociedades de socorro. ¿Cuáles fueron las causas de esta tristemente célebre batalla? Los países europeos vivieron gran parte de su historia dirimiendo situaciones conflictivas, provocadas por las ambiciones territoriales de las grandes potencias. Francia, una de estas, vivió gran parte de su historia entre Borbones y Bonapartes, entre imperios y repúblicas, entre conflictos internos y externos. En muchas de estas aventuras, el protagonista distinguido fue, sin duda, Napoleón Bonaparte. Influencia de la dinastía napoleónica en la Europa del siglo XIX Difícilmente haya alguna persona con cierto grado de escolaridad que no haya leído u oído algo sobre Napoleón Bonaparte o de algún otro miembro de su numerosa familia. Napoleón nació el 15 de agosto de 1769 en Ajaccio, entonces capital de la isla de Córcega, que ese mismo año había pasado a ser posesión de Francia, pues anteriormente pertenecía a Génova. Fue el segundo de los ocho hermanos que procrearon sus padres. Como Carlos, su progenitor, había participado en las luchas independentistas de la isla, el gobierno le concedió dos becas para que sus hijos mayores, José y Napoleón, pudieran llevar a cabo algunos estudios. A los 10 años Napoleón se trasladó con su familia a Marsella, poniendo sus pies por primera vez en suelo galo. Aprendió luego el francés, idioma que desconocía totalmente. Como estudiante parece que no fue gran cosa pero se declaró admirador de la historia, de la filosofía y de las matemáticas. Pronto mostró, eso sí, inclinación y talento para la milicia y hasta se ha mencionado que participó en la Toma de la Bastilla el 14 de julio de 1789 que, vale la pena recordar, además de un sangriento motín, fue la primera de las grandes jornadas de la Revolución Francesa. La Bastilla era una vieja fortaleza que, desde la época de Luis XIV (el Rey Sol), había sido convertida en prisión del estado, ubicada en el centro de París. Ambicioso como pocos, Napoleón experimentó un vertiginoso ascenso en el medio político-militar francés y a los 24 años ya era capitán. A los 33 años, en 1802, ya había logrado que lo nombraran cónsul vitalicio. Engolosinado con el poder, no supo frenar sus ambiciones y muy pronto comenzó a invadir nuevas tierras y a crear repúblicas y reinos a su antojo. No olvidemos que en 1808, después de la farsa o traición de Bayona, prácticamente obligó a Carlos V de España y a su hijo Fernando VII a renunciar al trono español, nombrando en su lugar a su hermano José. Napoleón se había convertido entonces, en un militar exitoso y hambriento de poder. Sin embargo, no todo fueron éxitos para este controversial personaje. Su quehacer político militar le deparó muchos resquemores y los países que se sintieron maltratados formaron coaliciones para combatirlo. Uno de los más caros reveses que sufrió ocurrió durante la Batalla de las Naciones (o de Leipzig). Las fuerzas aliadas (un ejército gigantesco) acorralaron al emperador en esa ciudad y lo derrotaron ampliamente en octubre de 1813. A principios del siguiente año, Napoleón no tuvo más camino que abdicar a favor de su hijo, el rey de Roma, pero como esto no fue aceptado, el 6 de abril de 1814 firmó el tratado de Fontainebleau, por el cual renunciaba para sí y para todos sus herederos a los tronos de Francia e Italia. El heredero, dicho sea de paso, era hijo de la segunda esposa de Napoleón, María Luisa, hija del emperador de Austria, pues se había divorciado de Josefina Tascher, entre otras cosas, por no darle hijos. El imperio napoleónico había durado 10 años: de 1804 a 1814. Los aliados acordaron desterrar a Napoléon enviándolo a la isla de Elba, ubicada en el mar Tirreno, entre su Córcega natal y la costa de Italia. Se le concedió el título honorífico de emperador, una nutrida escolta personal y una cuantiosa pensión, nada más que dos millones de francos anuales. Con la partida del corso se restauró en Francia el poder borbónico. El hermano de Luis XVI (que había muerto en la guillotina en 1793) fue llamado para gobernar el país. Inmediatamente ascendió al trono y tomó el nombre de Luis XVIII. Esto ocurrió en 1814. Después de 10 meses de destierro, Napoleón, creyéndose el ungido, el mesías francés, regresó a Francia con un ejército de 900 hombres, según él, para salvar a la patria, pisando de nuevo el suelo francés cerca de Cannes, el 1 de marzo de 1815. Francia lo recibió embobada de entusiasmo y las fuerzas enviadas a detenerlo se unieron a las suyas. El día 20 de ese mes entró triunfalmente a París en brazos de la multitud que lo aclamaba con delirio. Quedó inaugurado entonces, el imperio de los 100 días. La aventura no duró mucho. Los países que no lo querían, hostigados anteriormente por él, se aliaron y el 18 de junio de 1815 lo vencieron definitivamente en la batalla de Waterloo, en una llanura cerca de Bruselas. El corso abdicó de nuevo e intentó huir hacia los Estados Unidos, pero viéndose perdido pidió asilo a los ingleses que lo consideraron prisionero de guerra y lo condenaron al destierro, esta vez, en la isla de Santa Elena, un islote solitario y rocoso en medio del Atlántico. Ahí pasó sus últimos años, en donde se apagó definitivamente su estrella, muriendo a causa de un cirro del píloro, el 5 de mayo de 1821. Se acercaba a los 52 años de edad. El Congreso de Viena La influencia de Napoleón se había hecho sentir en todos los países de Europa. Para discutir y tratar de reparar los daños, las potencias se reunieron en Viena en 1814. La historia bautizó esta reunión con el nombre de Congreso de Viena y en ella estuvieron presentes el Zar de Rusia, emperadores, reyes y cancilleres que trataron de poner orden en el mapa de Europa. En realidad este congreso nunca sesionó como tal, lo hicieron en pequeñas comisiones y la verdad es que el objetivo del congreso fue el de satisfacer las ambiciones territoriales de las grandes potencias. Las reuniones duraron casi un año y finalizaron en junio de 1815, pocos días antes de la batalla de Waterloo. De todo este ajedrez político, algunos países salieron gananciosos pues reafirmaron sus conquistas: Rusia, Austria, Inglaterra y Prusia. Francia volvió a los antiguos límites que tenía antes de su famosa revolución, pero la sacrificada fue Italia que quedó convertida en un mosaico de estados, los del norte controlados por Austria. El congreso no obstante, dotó a Europa de unos años de tranquilidad. La paz no fue duradera Tarde o temprano surgieron nuevos intereses políticos, apareciendo bloques rivales de nuevo entre las grandes potencias. Comenzó entonces, el resquebrajamiento de la Santa Alianza, una obra del sentimental e idealista zar Alejandro I de Rusia (que se creía inspirado por Dios) y que pretendía asegurar la paz, suprimiendo los sistemas liberales en algunos países y haciendo cumplir los acuerdos del congreso de Viena. En Francia se había restaurado la monarquía después de los cien días, época que se conoce como la restauración y que se caracterizó por un retorno a la política anterior a la revolución. El nuevo Luis no pudo enderezar la nave que había sido puesta bajo su mando, pero se mantuvo en el poder hasta su muerte en 1824. Francia siguió en un estado de ebullición más o menos constante. A Luis XVIII lo sucedió su hermano, el Duque de Artois, con el nombre de Carlos X, que no logró arreglar las cosas, acabando o con él la dinastía de los Borbones. A Carlos lo siguió el Duque de Orleans que gobernó con el nombre de Luis Felipe de Orleans, descendiente de un hermano de Luis XIV. El descontento, los desórdenes internos y la mala situación llevaron a Francia a la revolución de 1848. Luis Felipe se vio obligado a abdicar, huyó del país y se proclamó entonces, la Segunda República Francesa. En esta nueva fase de la historia de Francia se había notado cierto cambio en la vida de los franceses y el ciclo se cerró al llevarse a cabo las elecciones presidenciales cuando se aprobó la nueva constitución. Por amplio margen resultó electo el príncipe Luis Napoleón Bonaparte. Este nuevo Napoleón era sobrino del difunto emperador cuyo recuerdo, ya legendario, no dejó de influir en su elección. Este individuo, ambicioso como su tío, eventualmente logró sus propósitos y mediante un golpe de estado, se convirtió en emperador de los franceses, tomando el nombre de Napoleón III. Corría entonces el año 1852 y tenía tres de ser presidente; nació así el Segundo Imperio. Después de la caída del emperador Bonaparte, Luis Napoleón vivió en Suiza y en Alemania. A la muerte del Duque de Reichstadt (1832), hijo único de Napoleón I, Luis se consideró legítimo sucesor de la dinastía napoleónica y comenzó a conspirar contra el gobierno de Luis Felipe. Cuando alcanzó el poder, escogió el nombre de Napoleón III porque consideró que el antiguo rey de Roma y más tarde Duque de Reichstadt, merecía el nombre de Napoleón II. La inquietud que reinaba en Europa después del congreso de Viena había tocado las puertas de Italia. Esta, convertida en un mosaico de estados, pugnaba por una integración. El estado Lombardo-Véneto, los ducados de Parma, Módena y Toscana, que estaban bajo el poder de los austriacos, Dos Sicilias, Cerdeña y los Estados Pontificios, clamaban por una unificación. Napoleón III veía con simpatía la causa de los patriotas italianos y se comprometió con la idea unionista para liberar a Italia a partir de los Alpes hasta el Adriático. En enero de 1859, Piamonte y Francia firmaron un tratado de alianza. En abril de ese mismo año, Austria le declaró la guerra a Piamonte y la intervención francesa no se hizo esperar y así, las tropas de Napoleón III acudieron inmediatamente en ayuda de Italia. Las fuerzas aliadas obtuvieron grandes victorias en Magenta, el 4 de junio y en Solferino, el 24 de junio. De esta última fue testigo el heroico protagonista suizo cuya vida dio un giro total a partir de aquel día, afortunadamente para beneficio de la humanidad entera. Al final, todos los estados italianos quedaron cobijados por el mismo alero y atestiguaron el nacimiento de la Italia unificada, bajo el reinado de Víctor Manuel II. De nuevo con Henri Dunant La idea que perseguía Dunant al publicar su “librito” era incentivar a los hombres en tiempos de paz a fin de que formaran sociedades de socorro para atender a los heridos en tiempos de guerra, utilizando para ello celosos y competentes voluntarios. Para esto, los 1600 ejemplares de la edición fueron enviados a todos los gobernantes europeos, a los ministros de guerra y de relaciones exteriores y a cientos de amigos influyentes. Pronto llovieron las ofertas y los elogios. Los países europeos respondieron con presteza. La Sociedad de Bienestar Público de Ginebra se convirtió en uno de los principales colaboradores. Un rey europeo escribió el siguiente párrafo: cualquier nación que no apoye esta labor de humanidad, merece ser proscrita por la opinión pública de Europa. Un comité nombrado por la sociedad antes mencionada, hizo una convocatoria para celebrar en Ginebra una conferencia internacional el 26 de octubre de 1863, a fin de convertir en realidad el sueño de Dunant enlazando las sociedades de socorro para el servicio de la humanidad, que ya existían en todos los países. Nació en ese momento la benemérita institución que hoy conocemos como Cruz Roja, estableciéndose como pabellón simbólico, el de la bandera suiza con los colores invertidos. La partida de nacimiento quedó plasmada en diez artículos, más tarde firmada por la mayoría delos gobernantes del mundo. En 1863 se formó un comité que más tarde se convirtió en el Comité Internacional de la Cruz Roja y esto significó el nacimiento de una década pródiga en satisfacciones para la paciente organización. El 22 de agosto de 1864 se suscribió la Convención de Ginebra, mediante la cual se reconocía la protección a los heridos de guerra y se respetaba la neutralidad del personal médico bajo el signo de la cruz roja en hospitales y ambulancias, en banderas y brazaletes. No tardó en ser ratificada por los países hispanoamericanos de los cuales El Salvador fue el primero en hacerlo en 1874. Un poco antes, una dinámica ex maestra norteamericana llamada Clara Barton, que había ido al frente de batalla de la guerra franco- prusiana formando parte de la Cruz Roja alemana, a su regreso a los Estados Unidos en 1873 inició una incansable campaña para que su país firmara el Convenio de Ginebra y lograr la creación y organización de la Sociedad Americana de la Cruz Roja. Sin embargo, para Dunant propiamente, aquel mismo año marcó el inicio del declive de su salud económica, personal y familiar y, aunque a él no le importara mucho, tuvo que declararse en quiebra, como consecuencia de la desatención en que había dejado sus negocios particulares. Aquel buque zozobraba llevándose consigo más de 5 millones de francos suizos que Dunant, sus amigos y sus parientes habían invertido para mantenerlo a flote. Poco después, aquel que se sacrificó por los demás, era un hombre pobre y olvidado. Dunant se refugió entonces en los arrabales de París, ganándose la vida a duras penas vendiendo lo que escribía. Se convirtió en una piltrafa humana, incapacitado para trabajar porque desarrolló un eccema grave en las manos. Unos viejos amigos lo localizaron y comunicaron la feliz noticia a los familiares, que respondieron enviándole una mezquina pensión. Más adelante, durante el desarrollo de la guerra franco-prusiana (1870), la Cruz Roja desempeñó un papel importantísimo, lo que animó un poco a Dunant para sobreponerse a su amarga misantropía. Con su uniforme de persona desvalida, abandonada y olvidada (un viejo traje raído y deshilachado), se presentó ante la emperatriz Eugenia (regente después de los sucesos de Sedán), para rogarle que determinadas ciudades fueran declaradas neutrales con el fin de convertirlas en zonas de atención a los heridos. Dunant y la guerra franco-prusiana A raíz de la candidatura al trono de España (que estaba vacante) de un príncipe prusiano, Napoleón protestó (su esposa era española) y aunque logró que la candidatura fuera retirada, se tuvo que enfrentar con el barón Otón de Bismarck, el hombre de estado de la unidad alemana, quien creía que solo una guerra contra su enemigo secular que era Francia, uniría alrededor de Prusia, a todos los alemanes. Napoleón III respondió declarándole la guerra a Prusia el 18 de julio de 1870 y fue derrotado y tomado como prisionero, en un lugar llamado Sedán, el 2 de setiembre de ese mismo año. Aparentemente su esposa, la española Eugenia María de Montijo, ocupó entonces la regencia por tercera vez. Después de la guerra Dunant vivió solitario en aldeas remotas sufriendo delirio de persecución hasta que un periodista lo redescubrió en 1885 en un hospital de Heiden, Suiza, y anunció que Jean Henri Dunant aún estaba vivo. A partir de entonces se inició la lluvia de honores, premios y pensiones vitalicias. Llegamos así al año 1901 en que se entregaron por primera vez los famosos premios establecidos por la Fundación Nobel. Dunant fue escogido para recibir el premio correspondiente a la paz. Jean Henri Dunant falleció el 30 de octubre de 1910, a la edad de 82 años y sepultado en Zurich. El monumento a su memoria cubre al mundo entero: la Cruz Roja Internacional, cuya piedra angular la constituye el libro titulado Un recuerdo de Solferino. En palabras, su obra quedó plasmada en la que escribió otra alma humanitaria, la enfermera Florence Nightingale, la heroína de la guerra de Crimea: Dunant llevó a cabo una labor digna de Dios y de su creación.